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26 de marzo de 2010
5 de febrero de 2010
En la orilla del Rio Bravo...

Mi papá nació de madre francesa y padre de nacionalidad desconocida (pensamos que Salvadoreña, pero who knows) cuando Juárez era todavía un ranchito fronterizo. De su infancia en la ciudad hay mucho que contar, pero destacan algunas historias divertidas, como su paso por California vestido de George Harrison o su amistad de largos años con su vecino Juan Gabriel (si, el de Querida). Con cuatro hermanas, clima desértico, paisanos con conflictos de identidad y la carga de un pueblo sumamente orgulloso, es que se formó un hombre que tuvo a bien criarme como norteña desubicada y amante de las palabras.
Mi primer viaje en avión aterrizó justamente en el pequeño aeropuerto con vista al Paso y fue donde celebré mi cumpleaños número tres. Es ahí también donde probé menudo y me enamoré para siempre, me hice adicta a las baratas del mall de Chulavista, aprendí a bailar quebradita y hasta me bajé la peda con burritos callejeros. Mi prima favorita vive allá y el modelo de prince charming (su hermano) también. Es en ciudad Juárez donde mi papá volvió a tratar de dar esperanzas a los que quedaron de las muertas y donde yo siempre he sido muy feliz.
Es por eso que me duele tanto cada vez que se mencionan los barrios donde anduve de pequeña y de adolescente sin preocupaciones, para hablar de asesinatos, violencia y crímenes sin resolver. Desafortunadamente para los que viven ahí, los que vienen de ahí y los que venimos de los que vienen, se le ha hecho un mal nombre por unos cuantos.
En Ciudad Juárez ha habido toque de queda, han matado a un bebé en brazos de su padre, se han amenazado bandas de narcotraficantes y asesinos con mantas colgadas en puentes peatonales y se ha poblado la ciudad de cruces rosas con nombres de mujeres asesinadas. A pesar de todo lo anterior, de las visitas de Salmita y de Jane Fonda, los cientos de películas, obras de teatro y demás manifestaciones por salvar a la ciudad de sus invasores, no ha pasado ni pasará nada.
Uno de los tantos intentos de esclarecer el problema de las muertas, terminó en un funcionario público diciendo que aquellas se lo buscaban por usar minifaldas, aunado al hecho que todos los archivos de todos los casos junto con los restos, se quemaron misteriosamente hace unos años. Los casos no pueden resolverse porque no hay nueva evidencia y la violencia es tal que seguir una sola línea de investigación es imposible. En pocas palabras, la justicia para las muertas se ha convertido en un camino laberíntico que aparenta no tener fin.
Por si fuera poco, ahora existe la alarma de la masacre de 15 inocentes y nadie acaba de entender los motivos. Mientras tanto nuestro presidente (por el que aclaro, YO no voté) se restringe a dar declaraciones tibias y a mirar para otro lado. Mientras tanto, los estudiantes, profesores, profesionistas, artistas, intelectuales, chicas guapas y demás fauna juarila se acostumbra a vivir en peligro constante y resignaciones injustas.
Como Cynthia (mi prima) alguna vez me dijo cuando le pregunté por las cruces rosas: "Aquí pasa de todo, pero nunca va a pasar nada". Y a pesar de todo, la maravillosa gente aficionada a los Indios se queda allá, tratando de criar a sus familias y esperando que la vida, algún día sea mejor.
26 de diciembre de 2009
Ok, Sweetheart

Por ende, íbamos a pasear al Centro y yo sólo iba con la condición de que me compraran un helado (como los conos de McDonald's) combinado. Que seguro eran de lo más insalubre. Durante el recorrido mi mamá me contaba cómo mi abuela nunca aprendió a manejar, aunque tenía un coche a su disposición y un marido enamorado devoto a enseñarle. El problema era que aquella aparentemente nunca lo quiso. Ni al coche ni al marido. O más bien lo amaba de una forma tan torcida que a la fecha es incomprensible para toda su descendencia.
El punto es que mi abuela no quería aprender a manejar. Tal vez porque en Piedras Negras no se estilaba que una mujer hiciera chambas de macho, como manejar una máquina con ruedas. O igual porque le daba miedo, le intimidaba, ponía en práctica su passive aggressiveness contra Pepo, o deep down quería un chofer como las damas respetables. Sea la razón que fuere, la abuela acababa tiro por viaje con mi madre y su hermana en un camión (colectivo) sesentero, desde San Ángel hasta el Zócalo.
Y para el par de niñas aquello era un COÑAZO. Andaban en el camión repleto de gente cargando de todo (gallinas included) con un calor espantoso y una ruta eterna. Cuando llegaban no había helado combinado de nada, sino caminatas perpetuas comprando telas, comida, zapatos y demás entre los comerciantes sudorosos y gritones, la basura, el desmadre, las aglomeraciones, etc, etc. Porque tampoco era como que pasaran al precioso Palacio de Hierro de shopping. Como "hay que ahorrar" (frase prohibida en mi casa) mi abuela y bisabuela hacían la ropa de toda la familia (menos los trajes de mi abuelo por suerte) y gastaban lo mínimo indispensable en zapatos y ropa interior. Además, nunca llevaban a las niñas a cortarse el pelo (ni al abuelo) sino que la bisabuela se hacía cargo con unas tijeras para pollos.
Todas estas medidas harían pensar a cualquiera que a la familia Nieto de Pascual Pola les hacía falta la lana. La verdad es que no podían estar más lejos de la realidad. Al abuelo le iba re bien. Andaba de viajes constantes y le compró a la abuela una casa divina. La de sus sueños. Y se la amuebló con igual fijación en sus deseos. Y le compró (con todo el varo que "había que ahorrar") cantidades industriales de plata, candelabros imposibles y chingaderas por montón que al final se perdieron en otros apellidos.
Además inscribió a mi madre y mi tía en la "mejor escuela" para los estándares moralinos y provincianos de mi abuela. Las niñas iban en el Oxford junto con compañeritas mamonsísimas. Sus uniformes eran hechos por mi bisabuela (también), lo cual resultaba sumamente humillante e incómodo para el par. Lo único que les quedaba era tener calificaciones de excelencia para ganarse un poco de respeto y tranquilidad en la escuela. Afortunadamente ambas siempre han sido muy simpáticas. Sin eso, no sé cómo hubieran sobrevivido. Entonces, la lana no hacía falta. Hacía falta un poquito de sentido común.
Por eso se iban al Centro y siempre se quedaban con ganas de unos hermosos zapatos de charol rojos que nunca llegaban. O de un vestidito de verano amarillo que estaba muy caro y le podía salir igual de bien a la bisabuela. Al final acababan comiendo en el Woolworth y regresando cargadas de mierdas en el maldito camión. Hasta San Ángel. Con toda la lana, el mejor papá del mundo, la casa divina y las pretensiones de emperatriz de mi abuela la loca.
Parece que mi madre ha perdonado a la heroína de este relato. Y que bueno, porque a mi me resulta fascinante. Para ella debe serlo también, aquella fue su madre y le debe en muchos niveles, ser quien es. Además, a las mamás uno las quiere por siempre aunque las odie por siempre también.
No tuve el placer de conocer a la abuela y dicen que nos parecemos en muchas cosas.
Ojalá sea en su fantástica excentricidad y su belleza legendaria.
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