16 de mayo de 2011

Dulces lilas en mis sueños.

Cuando tenía muchos años menos, visitaba en ocasiones a la hermana de mi madre y mi primo a su pequeño y acogedor hogar. Mi hermano no nacía todavía (o era un bebé apenas) si hacemos cuentas, con Luis Jr. de 20 años, sí que ha pasado el tiempo.

No por eso me acuerdo con menos precisión de cada rincón del departamento de Portales. Estaba alfombrado color rosa viejo y era de paredes marfil. Su dueña siempre ha hecho gala de un gusto impecable, mismo que estará para siempre grabado en mi cabeza por la cenefa de flores bugambilia, verdes y doradas que pintó a lo largo de toda la casa. La que conectaba una preciosa sala de cojines satinados color durazno y berenjena con el comedorcito viejo con sillas de mimbre.

Siempre olía a frío, a elegancia, a romántico. Tenía dos cuartos. El de Jorge y el suyo. Del primero no me acuerdo, será que era la habitación de un niño y los espacios masculinos nunca me han sido relevantes. En cambio, el de ella era hermosísimo con sus mesitas de madera, la preciosa lámpara art decó con hadas, su joyería gruesa, los botes de cristal, los marcos con retratos de la abuela y los perfumes turquesa. Pero lo más bello de todo era, en el centro, una preciosa cama de latón.

Me volaba la imaginación cada vez que me asomaba a contemplarla. Me parecía era como la de Mary Poppins que volaba, o donde debía haber descansado la pelirrojita del Jardín Secreto. Luego me convencía de que había pertenecidos a una enigmática gitana o a una artista atormentada.

Cuando el depa de Portales quedó vacío y el comedor, los cojines de satén y los legos del crío se mudaron al sur de la ciudad, la cama que llegó con ellos no lo hizo para quedarse. Pasó a la hermana más pequeña de su dueña, que, como todos los que emprenden su vida en solitario, requería amueblar su nuevo espacio.

Entonces aunque cambió de manos, no dejé de verla -afortunadamente-. Cada vez que pasaba a San Pedro de los Pinos para saludar a la inquilina de la calle 22, me asomaba a visitarla también. Quedaba bien en su nuevo entorno, más blanco, más sencillo, más joven, esperanzado más como su nueva dueña.

Pasaron varios años en los que la cama fue testigo de amores, letras y hasta fantasmas de su durmiente. Se llenó de ella como alguna vez se llenara de mi tía la rubia y todas las que estuvieron antes que ella. Hasta que un día se saturó de recuerdos. O se le saturó a la vecina de San Pedro la espalda de dolores, una de dos.

La cama iba a cambiar de casa una vez más. Yo empezaba a planear mi mudanza, así que sin pensarlo dos veces reclamé su propiedad. Lila me la pasó aliviada de deshacerse del problema, sin imaginarse lo que implicaba para mí.

Así llegaron la base, la piecera y las tablas que las unen. No llegó el colchón porque no pudo seguirle el ritmo de pasiones al latón. Se quedó así, en pedazos, metida en la bodega de la casa de Tlalpan durante meses. Pasaba que con la mudanza pronta, quería estrenar algo. O que pensaba que la cama estaba en la familia para acompañar a las solteras que se lanzan a la aventura de la vida real.

Y les da buena suerte.

Ahora llevo un mes durmiendo sobre un colchón nuevo, con unas sábanas doradas que hacen juego con los tubos que lo abrazan. Me espera todos los días la hermosa cama de latón (ya no me maravilla como en la infancia, pero me sigue pareciendo divina) de la que me enamoré a los siete años, a la que le he puesto tantas fantasías, tanta fe. Y alguna vez tantísimo deseo.

Reporto que hasta el momento, no me decepcionado.