20 de julio de 2011

Loop.

Entre unas sábanas de flores doradas que se revuelven sobre una antigua cama de latón; al lado de la ventana; en la recámara más pequeña del departamento cinco del chueco edificio número 44 de la calle de Liverpool, cada mañana se activa la alarma de un celular en ruinas.

Una cabeza roja, a medio dormir, se asoma a saludar al peludo gato que la mira curiosamente mientras, a tientas, le pide al tiempo que se detenga cinco minutos más. Pero el tiempo que se marca en las manecillas, que cuentan que son las 8:05, luego las 8:10 y finalmente las 8:15;  le pica las orejas,  quienes le dicen a la cabeza que le avise a las piernas que es hora de levantarse. 

Entonces, el agua que pasa por los rizos de cobre  riega el cerezo de los hombros, despierta a la cara, acaricia a las piernas, masajea a la espalda y salpica a los pies. La ventana deja salir el vapor acumulado y permite la entrada al viento, quien a su vez, de frío, levanta los poros. Se reconocen los ojos rodeados de pecas cuando se aclara el espejo; debajo del rostro cuelga una toalla color frambuesa que abraza amorosamente al cuerpo desnudo.

Detrás de la pantalla, las víctimas del huracán en Guerrero, resuenan entre las cuatro paredes que guardan el taburete sobre el que ha caído la nota de la lavandería del vecino número 42; de la cual salieron limpios los pantalones, la blusa blanca y el saco ajustado. Todos estos hacen juego con los 10 centímetros de mentira que alardean los tacones beige; mismos que detienen su escandaloso caminar para darle tiempo al perfume de caer sobre el cuello, la nuca y el escote.

Las ojeras se borran con el paso de los dedos que luego intercambian el corrector por la brocha; la  que ha pasado por el polvo dorado y ahora adorna los pómulos que suben y bajan cuando los labios coral se vuelven pegajosos .

El anillo de plata golpea la madera de la mesa donde yace la cajetilla que cae dentro de la bolsa verde. La misma que carga con la libreta de los apuntes y el separador que descansa sobre la página 170 del libro prestado; acompañando al billete hábilmente protegido, por la elegante cartera que le ha heredado su madre.

Las escaleras soportan a los brincos apresurados que se balancean sobre los tacones que sobreviven a la pesada bolsa verde que guarda el monedero con los 10 pesos que cuesta el jugo de naranja; que compra en el puesto de frutas que está frente a la casa del señor cara de perro, que le mira las nalgas cuando se agacha a sobarle la cabeza al labrador negro, que cuida de la gitana que desayuna en la cafetería de la esquina. 

El semáforo cambia a rojo al ritmo de la empleada de la farmacia que cierra su bata blanca mientras levanta la mirada. Una que le responde a las pestañas detrás de un enorme armazón, que en efecto, puede darle de cambio "dos de a cinco".

Cinco con la que juguetea la mano dentro del saco azul ajustado recargado contra la parada de avenida Chapultepec, mientras espera al camión que llama la atención del viejo restaurador de esculturas. El que en medio de pedazos de yeso y santos descabezados devuelve la sonrisa a la de la melena roja, cuando se toma del tubo a las 9:30.

8 de julio de 2011

We'll meet again.

Don't know where, don't know when. But I know we'll meet again some sunny day.

Nunca olvidaste cantarme algo cuando te despedías y me dabas uno de esos abrazos en los que desaparecía de alivio. Nunca olvidaste mi cumpleaños, menos celebrarme. Nunca me olvidaste. Yo tampoco. Lo único que olvidaste fue decirme que no volvías a una próxima.

Será porque confiabas en que tendrías más mañanas de explorar mi alma vieja y mi corazón de oro. De que me contaras de tu infancia en el norte y tus legendarias mujeres. Otra ronda de regaños por tu afán de tomar azúcar con el café, en los que te jalaba las corbatitas de tela. Las gringas que nunca cambiaste e insistías en combinar con los horribles zapatos de piel y los pantalones beige que te quedaban cortos.

Tú tan puntual. Yo siempre corriendo. Tan caballero enseñándome a comportarme como la dama que dijiste nací siendo. Tan firme en pensar que la comida más importante del día se hace en las mañanas. Que la gente de bien se levanta temprano a trabajar y a tomar jugo de naranja.

Así nos conocimos, desayunando. No existíamos en otro horario. Desde la vez en que distraje a tu alumno el mirón en mi primer día de trabajo. Ese en el que entraste con los bigototes de morsa al salón, a quebrarme las rodillas de pena. Cuando te divirtió tanto mi bonito acento que me llevaste a comer pancakes "no hotcakes" aclaraste.

Te aprendí tantas necedades y tú tanto desenfreno. Porque siempre fui joven y tú viejo, pero no importaba, mejor así. Me nutrías con historias y yo con ingenuidad. Éramos un par de amigos de esos que se sientan a ver la vida pasar en el parque. De los que leen comics de Peanuts y se desdoblan de risa. Los que ven películas de Rita Hayworth y Fred Astaire. Los que se regañan por estar solos mientras se hacen compañía. Los que no entienden qué son, pero saben que no son amigos ni familia. Son almas reencontradas.

Te me fuiste. Me dejaste. No me diste nuestros abrazos antes de irte y ahora no puedo desaparecer contigo. No puedo escucharte porque no pude grabarte la voz ni la risa. La que escucho una y otra vez mientras te escribo. Mientras te comparto palabras, de los que siempre vivimos. De conversación bilingüe, lecciones de portugués y consultas de diccionario.

Me dejaste y te llevaste mi cacho más antiguo de corazón. El que te robaste en nuestras caminatas frías de secretos y nostalgias. Nunca me preparaste para que fueras mi nostalgia. No tengo con quién llorarte si no estás.

Decías que tenía algo de mágico y de fantasma. Tú de brujo y de mentira. Teníamos razón.

So honey, keep on smiling through just like you always do, till' the blue skies drive the dark clouds far away. (Como los soldados Raúl, como los soldados).