1 de enero de 2011

Voyager

El compañero de aventuras más fiel de mi existencia (menos por su enfermiza naturaleza) dio su último suspiro en el verano. Mi primer y único cochecito, Chococat, vio el fin de sus días en medio de una historia tan inverosímil y accidentada como las que suelen ocurrirme.

Además de las lágrimas que el evento desató, dejé de escuchar a Carmen en las mañanas. Se acabó eso de cantar Fiona Apple a todo pulmón ante la latest love fatality y fumar de noche en la carretera con la ventana abierta. Perdí el placer de estacionarme en lugares imposibles a la par que ejercitaba los brazos gracias a la ausencia de dirección hidráulica. Me quedé sin la extensión de mis aposentos en la que siempre había un libro y un sweater para el aburrimiento y el frío. Terminaron las risas nocturnas, las pláticas con el copiloto ocasional y las euforias de camino y vuelta de la fiesta.

Pero también fui olvidando lo que significa pelear con la señora imbécil de enfrente y el taxista que te manda besos en medio de tus muinas (todo a menos de 1km de haber salido de casa). Ver cómo se te va la vida sentado en medio del tráfico. El tráfico de la mañana, de la media mañana, de la hora de comer, de la hora de salida de los niños de la escuela, de la hora de salida de los Godinez de la oficina, de viernes de quincena, del ocasionado por que un mini Cooper acabó de cabeza en Constituyentes o porque cerraron Reforma los de la Antorcha Campesina. Dejé de buscar lugar en la Condesa y la Roma para acabar a un día de camino de la mezcalería o dejar medio riñón en el estacionamiento del centro comercial. Pelearme con el valet porque no aparece mi disco pirata de Britney y preferir que me paguen el golpe a hablar a los ineptos del seguro. Me cuesta recordar la angustia de que al coche algo nuevo le suena cada vez que sale del mecánico. O que me quedé sin gasolina, la siguiente gas está a 403874543875 kilómetros, no traigo efectivo, no aceptan tarjeta, no hay cajero, Periférico está parado de las Flores a Polanco y yo estoy a medio camino (además tengo que hacer pipí). Anti alcoholímetro dejó de ser la cuenta más importante de mi time line cada fin de semana y me he desentendido por completo de un chingo de llaves. No extraño ni un poco el pago de la tenencia, el seguro, el servicio, la hojalatería, la verificación etcéeeeteeeeraaaaa (¡Puf!).

Ahora gasto pequeñas fortunas en taxis para volver al hogar en las noches de parranda, o vagabundeo crasheando en casas de los amigos. Me voy parada cargando mis chingaderas pesadísimas, que ha provocado un consumo de Lonol digno de un atleta profesional. Algunas distancias se hacen más largas por los tortuosos trasbordos o el amontonamiento de mexicanos olorosos. Amontonamientos en los que no falta el caliente que acerca demasiado su humanidad a la mía y además me bolsea para llevarse mi telefonito.

Pero ahora también pago 15 pesos en transportación contra 50 de gasolina. Camino como preparatoriana por la banqueta con mis nuevos y sucios Converse blancos. Platico con extraños de cuando en cuando y saludo cada mañana a la de los jugos de Barranca del Muerto. Subo y bajo escaleras larguísimas entre puentes peatonales y los profundos andenes de la línea naranja. Leo revistas, folletos, periódicos, libros; todo lo que me llegue a las manos. Leo como hacía mucho no podía. Escucho Unkle a través de mis audífonos mientras construyo videos musicales con los extravagantísimos personajes que andan a pie. Aprendo a moverme en metro, trolebús, metrobus, camión, pesero y la ubicación de los sitios de taxi en toda la ciudad. Invento historias con los pasajeros de todos ellos. Ando bien sola, me gusta. Cherry on the top: Soy coherente con mi green policy.

Total que al final son unas por otras. Pero las otras nuevas me tienen muy enamorada. Todavía no se me pasa la infatuation por la independencia del coche y el poder que me hace sentir en consecuencia. No creo que se me pase pronto tampoco.

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