25 de septiembre de 2011

31

El camino fue corto, avenida Cuauhtémoc estaba vacía. Era tarde, miércoles, la gente decente no salía a la calle a esa hora y menos en una noche de escuela, pero esta vez eso no importaba. Pegué la cara a la ventana y vi pasar las luces de la ciudad en el camino. El señor Eberto manejaba silencioso, sabía cuando quedarse callado. Habían pasado muchos meses ya de trayectos lúgubres, en los que nuestro desubicado chofer se había tragado su buen carácter y había limitado la conversación a lo más indispensable.


Llegamos al horrible hospital de Cardiología, atendido por monjas grises como los abandonados muros de su edificio. Tan solo de ver la puerta me recorrió un escalofrío de la boca hasta el ombligo. Temblorosa, bajé del Ford 77 al oscuro viento de otoño. Me abracé jalando mi suetercito delgado y caminé lentamente hacia la puerta. Pensé en irme de vuelta al Pedregal, aunque honestamente no había mucho qué hacer en la casa de Pirules. Jugar con el perro, tal vez. Mi papá estaba en uno de sus interminables viajes, mi hermana Diana nunca tenía ganas de verme y mi abuela estaba muerta. Con ella nos habíamos muerto todos.

Una monja de ojos verdes me recibió amablemente. Me había visto varias veces, sabía lo que pasaba. Se me notaba la falta de amor, supongo. Con el tiempo aprendí que eso conmueve a cualquiera, o al menos a las viejas monjas de los hospitales. Salió de detrás del escritorio de recepción y me llevó con el doctor Rodríguez.

Mi madre había pasado mucho tiempo hospitalizada, desde Mayo. En un arranque de sus muchos antojos, fuimos por unos tacos a San Ángel para cenar una noche y pescó una salmonelosis gravísima. Después de un largo tratamiento en que su mal humor se había exacerbado como nunca, se estabilizó, pero también se sumió en la más honda de las tristezas. Nunca había sido alegre, al menos no con nosotros, pero jamás la había visto tan poco entusiasmada por vivir. Sus ojos bonitos estaban tan débiles como su cuerpo cansado y delgadísimo.

Al poco tiempo enfermó de nuevo, pero esta vez eran los riñones.-Para que un diabético tenga ese tipo de complicaciones es que le ganó el descuido- dijo mi tío Roberto. Todos los panes de plátano, las tazas de leche caliente, las tortillas de harina y las sesiones de repostería con sus amigas habían tenido su efecto. Regresó a la cama de hospital, pasó muchos días de agonía, pero finalmente estaba sana. Debilitada, pero viva.

El doctor Rodríguez cerró la puerta y me invitó a tomar asiento.

-Tu mamá está bien de los riñones, pero necesito que hables con ella. Por mucho suero que entre a su cuerpo, no es suficiente para que se recupere por completo. Regresa toda la comida intacta dese hace días. No va a mejorar si sigue así.

Si algo había distinguido a mi madre durante toda su vida, era su buen apetito. Demasiado bueno, dañino, adictivo. Que no quisiera comer era lo último que hubiera imaginado.

Fui a su cuarto. Estaba limpísimo, como todos los espacios que le rodearon en su vida. Su obsesión por el orden iba muy de acuerdo con los parámetros de un hospital. Me acerqué a ella tímidamente, como me había enseñado. Temerosa como siempre de hacer algo mal por mi sola existencia. –Hola mamá.- No respondió.

-Me dijo el doctor que no has comido. Igual no te gusta lo que te preparan, pero si no comes te vas a enfermar otra vez. – Silencio.

No me quitaba los ojos de encima. No se movió tampoco. Su piel tan blanca parecía del mismo tono que su camisón. Su pelo delgadito y corto, siempre tan bien peinado mantenía algo de grave dignidad, pero no era el mismo. Sus manos largas descansaban sobre su regazo con las uñas desnudas, en lugar del rojo brillante que tanto le gustaba. Tenía los labios secos, los ojos apagados.

-Cuídate mucho-dijo finalmente. No volví a escuchar su voz.

No tenía nada más qué decirle. Ella a mi tampoco. No dejamos de vernos hasta que cerré la puerta. Caminé por el pasillo con la mente en blanco, escuchando el eco de mis pasos. Salí sin despedirme del doctor Rodríguez ni de la monja de los ojos verdes, cada vez más rápido. Crucé corriendo el estacionamiento, subí al auto y regresé a casa. El señor Eberto me dio una palmadita en el hombro, me dirigió una breve sonrisa y arrancó el coche. Fuimos callados todo el camino.

La casa de Pirules dormía cuando entré de puntitas. Me acosté en la cama individual de las cobijas a cuadros con mi pijama de franela, abracé al oso panda e intenté dormir sin mucho éxito.

En la madrugada del jueves, alrededor de las cuatro finalmente me quedé dormida. Al mismo tiempo el corazón de mi madre se detuvo. Me dejé caer al sueño como ella a la muerte en su acostumbrada e inexplicable soledad.